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Aquí, cobra voz  para explicarte cómo un mal día puede afectar tu estado de ánimo, tu inmunidad y, claro, también tu digestión.

Es muy curioso cómo un día puede cambiar tan rápidamente. Empezó bien: El Cuerpo consumió uno de mis alimentos preferidos en el desayuno: avena con yogur y arándanos azules. Funcionaré con fluidez, si saben a lo que me refiero, gracias a la fibra presente en la avena y en las bayas. Mejor aún, el yogur está repleto de probióticos: bacterias vivas que ayudan a mantener mi flora intestinal (FI), esos sorprendentes microorganismos alojados en mi interior que ayudan a hacer la digestión y refuerzan la inmunidad. Cuando mi FI está equilibrada y contenta, es más probable que El Cuerpo ingiera, sin enfermarse, esa comida china que lleva quién sabe cuánto tiempo guardada en el refrigerador.

Pero hablaremos de eso más adelante. Son apenas las 8:30 de la mañana, y mi optimismo se desvanece en el trayecto a la oficina. El Cuerpo recuerda el e-mail que su jefa le envió anoche: “Quiero verte mañana a las 3:30 p.m.”. Mmm… no suena a un ascenso. ¡Y el tráfico está terrible!

Es hora de saludar a las hormonas del estrés, como el cortisol, que pueden causarme estragos cuando son la constante en los días pesados de El Cuerpo. Bueno, ella trabaja duro, pero yo sufro las consecuencias. Cuando esas hormonas alcanzan su nivel más alto, el cerebro envía una señal a ciertas células especializadas de mis membranas mucosas para que liberen sustancias inflamatorias. Éstas son útiles si hay una infección que combatir, pero cuando no existe una amenaza real, pueden provocar contracciones musculares que me hacen que me infle y me irrite, con los consiguientes cólicos y la necesidad de ir al baño más cercano.

La inflamación también puede hacer que el síndrome de colon irritable (SCI) que padece El Cuerpo se exacerbe. Eso significa que debo lidiar con punzadas de dolor insoportables. No suena divertido, ¿verdad? Nota para mí mismo: idear junto con el cerebro maneras de ayudar a El Cuerpo a relajarse un poco. El yoga no es útil si ella se pone a revisar su teléfono inteligente antes de cada postura del perro mirando hacia abajo.

 

Mi acto secreto de equilibrismo

Creo que acaba de empezar a trabajar la flora intestinal que mencioné anteriormente. Estos chicos —una enorme masa de cerca de 10 billones de microorganismos que viven en mis mucosas— son extraordinarios. La mayoría de ellos son ciudadanos responsables, pequeñas abejas obreras que ayudan a la digestión al descomponer los nutrientes y mantener a raya muchos gérmenes patógenos. Por eso le suplico a El Cuerpo que consuma más fibra y yogur, como lo hizo esta mañana en el desayuno. Estos “prebióticos” (piensa en la avena y los arándanos) y los probióticos del yogur son como diligentes ayudantes que permiten a la benéfica FI realizar su trabajo sin que la distraigan los microbios revoltosos.

Es cierto, un porcentaje de la FI no hace tan bien su trabajo, y cuando, a causa de ello, las bacterias nocivas proliferan, El Cuerpo se da cuenta. Yo me desequilibro y la hago sentir llena de gas, inflada y gorda (adiós, pantalones ajustados). Algunos expertos dicen que cuando tengo un exceso de ciertos microbios puedo hacer que El Cuerpo suba de peso, desencadenar enfermedades autoinmunes y producir depresión (vaya, qué manera de hacerme sentir mal).

El Cuerpo comienza a trabajar arduamente en cuanto llega a su oficina. Yo empiezo a sentir un poco de sed. ¿Realmente está ella tan ocupada que no puede detenerse un par de minutos para beber agua o comer un bocadillo? Cuando se acerca la hora del almuerzo, me siento ansioso (no falta mucho para esa junta de las 3:30 de El Cuerpo con su supervisora) y hambriento… una pésima combinación. Sé que ella devorará esos tacos surtidos demasiado aprisa.

Una vez que la comida masticada y hecha papilla llega a mi estómago, me pongo a trabajar. Empiezo por darle un buen masaje, flexionando mis músculos en contracciones suaves y rítmicas para descomponerla. Luego entra en acción una de mis sustancias químicas: el ácido clorhídrico, que disuelve las tortillas, los frijoles y el guacamole con ayuda de esos músculos masajeadores. Es un ácido potente. Imagina que soy como una lavadora, pero en vez de sacar manchas, extraigo nutrientes esenciales de la comida de El Cuerpo.

Modestia aparte, soy una máquina sofisticada. Por cierto, mi estómago es más pequeño de lo que quizá supones. Imagínalo como una bolsa vacía sumamente elástica, más o menos del tamaño de un puño de adulto, ubicada justo debajo de las costillas izquierdas. En algunos días festivos —la Navidad, por ejemplo— he llegado a contener en mi interior la cuarta parte (o quizá un poco más) de un pavo relleno y un trozo grande de pastel. Y soy lo bastante hábil para procesar cada grupo de alimentos —proteínas, grasas y carbohidratos— a diferentes velocidades, con ayuda de diversas enzimas digestivas. Las grasas son las más difíciles de descomponer, así que me llevará varias horas asimilar esos tacos surtidos repletos de grasa, proteínas y fibra.

Algunos científicos llaman al aparato digestivo el segundo cerebro porque tiene 100 millones de células nerviosas en su revestimiento.

Cuando El Cuerpo toma un antibiótico que no necesita, me pongo a temblar. Estoy a favor de los fármacos cuando realmente van a ayudar, pero desearía que ella fuera más prudente. Un antibiótico puede destruir algunos intrusos desagradables, pero siempre hay daños colaterales: también destruye algunos miembros útiles del equipo defensivo de mi flora intestinal, lo cual hace a El Cuerpo más vulnerable a otras enfermedades